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SOCIEDAD

23 de junio de 2023

Sexo y soltería en el mundo árabe

A pesar de los avances, imperan unos tabús –homosexualidad, sexo prematrimonial, maternidad fuera del matrimonio, aborto– que forman una cultura de la censura respaldada por la ley.
Shereen el Feki

Hace siete años, las grandes esperanzas de las revueltas árabes se expresaron literalmente en los grafitis que cubrían las paredes de El Cairo, Túnez, y otras ciudades de toda la región. A lo largo de esas emocionantes jornadas, la plaza Tahrir de la capital egipcia fue escenario de numerosas declaraciones políticas, aunque pocas tan personales como la del joven que pedía el fin de la dictadura con una pancarta que decía: “¡Fuera! ¡Quiero casarme!”

El matrimonio puede parecer una demanda extraña tratándose de un aspirante a revolucionario, pero para los alrededor de 100 millones de habitantes del mundo árabe de entre 15 y 29 años constituye un rito de paso fundamental, además de ser el único contexto en el que la sociedad acepta la vida sexual, tal como dictan las principales religiones de la zona. Cualquier cosa que no sea un matrimonio celebrado con el consentimiento de la familia, sancionado religiosamente y registrado por el Estado se considera haram[prohibido], ilit adab [descortés], ayb [defecto] o hchouma [vergüenza], todo un léxico casi ilimitado para referirse a la reprobación. Nos encontramos ante una ciudadela social comparable a las inexpugnables fortalezas que en otros tiempos apuntalaban la tierra desde Marrakech hasta Bagdad resistiendo a cualquier asalto, a cualquier desafío a las normas sexuales. La ciudadela está rodeada por una vasta extensión de tabúes –el sexo prematrimonial, la homosexualidad, la maternidad fuera del matrimonio, el aborto– que constituye una cultura de la censura y el silencio, predicado por la religión respaldada por la ley y reforzada por las convenciones sociales.

A diferencia de lo que ocurre en muchas sociedades occidentales, en el mundo árabe el matrimonio sigue siendo el estado más deseado por la gran mayoría de la población. Es la puerta a la edad adulta, y sin él es difícil dejar la casa paterna (más aún si se es mujer), y casi inconcebible fundar una familia. El matrimonio precoz acecha a las chicas pobres y sin estudios de la zonas rurales, sobre todo a las que se encuentran en circunstancias desesperadas, como las refugiadas sirias que, en la práctica, son vendidas clandestinamente al negocio del sexo (en operaciones disfrazadas de matrimonios temporales) por sus familias empobrecidas. No obstante, el matrimonio a los 16 años y la maternidad poco después, normales hace tan solo una o dos generaciones, son una opción en declive en la mayoría de los países árabes.

En el extremo opuesto del espectro, sin embargo, se están gestando nuevos problemas. En gran parte de la región, la edad de contraer matrimonio se está retrasando, en algunos casos espectacularmente. En Marruecos, Argelia o Túnez, por ejemplo, las mujeres no se casan hasta el final de la veintena –de media–, y los hombres hasta principios de la treintena. Este retraso se debe en parte a razones económicas ya que, en las economías consumistas del mundo árabe, el matrimonio se ha convertido en un proyecto caro. La tradición y la religión dictan que el hombre y su familia corra con los gastos de la boda, empezando por la gran boda de blanco, pero, debido a los porcentajes de paro juvenil por encima del 10% –uno de los principales detonantes de las revueltas–, los hombres tienen que esperar para casarse. De hecho, en la encuesta IMAGES MENA realizada recientemente entre hombres de entre 18 y 59 años de cuatro países de Oriente Medio y el Norte de África, más del 60% de los egipcios, marroquíes y palestinos declararon que los gastos de la boda eran una carga tanto para ellos como para sus familias.

Al mismo tiempo, los importantes avances en la educación de las mujeres y su presencia reducida pero cada vez mayor en el mundo laboral están haciendo que aumente la edad a la que contraen matrimonio. En efecto, en muchos países cunde el pánico moral al fenómeno de la ‘anusa, o soltería, que afecta a las mujeres con estudios que no consiguen encontrar marido y, en consecuencia, se quedan en su casa dependiendo de su familia. El divorcio también causa una inquietud social similar, en particular en los ricos países del Golfo, donde reina el temor a una oleada creciente de desintegración familiar y a la pérdida de la identidad nacional a causa de la llegada masiva de trabajadores extranjeros a sus economías en rápido desarrollo. No obstante, el temor a que haya llegado el fin del matrimonio en el mundo árabe es exagerado. Más allá de los titulares, las estadísticas oficiales muestran que la mayoría de la gente se casa y sigue casada, aunque ahora espera más para hacerlo.

En consecuencia, en la región hay más jóvenes solteros que nunca. Son una generación atrapada entre la biología y la sociología, que alcanza la madurez sexual en un ambiente reacio a permitir cualquier alternativa al sexo dentro del matrimonio. Dado que, entre gran parte de la juventud, la religiosidad está cada vez más extendida, un número indeterminado de jóvenes recurre a formas alternativas de matrimonio dentro del islam, como el muta (el matrimonio temporal “de placer”, permitido por el islam chií) y el urfi (el matrimonio consuetudinario, cada vez más difundido en los países de mayoría suní) en un intento de dar una cobertura religiosa a sus relaciones sexuales, por polémica que ésta sea. No obstante, para la mayoría de los jóvenes estas uniones son el último recurso más que una opción de vida.

La sexualidad de la juventud

La renuencia oficial a abordar abiertamente esta disyuntiva cultural y demográfica suele ser un obstáculo para investigar la sexualidad de la juventud. Aun así, a lo largo de la pasada década, el aumento del sida en la región MENA ha ofrecido el pretexto socialmente aceptable de la salud pública para empezar a plantear a los jóvenes solteros preguntas difíciles acerca de sus conocimientos, actitudes, conductas y prácticas sexuales. Todos los estudios cuantitativos a gran escala realizados en Marruecos, Argelia, Túnez, Jordania, Líbano y Cisjordania muestran el mismo patrón. Más de la mitad de los hombres jóvenes declaran que han tenido actividad sexual antes del matrimonio. En general, empezaron a mitad o finales de la adolescencia, y desde entonces han tenido varias parejas. Los preservativos rara vez forman parte del programa, en gran medida debido a que popularmente se asocian con la zina, el sexo fuera del matrimonio prohibido por la religión.

El porcentaje de mujeres jóvenes dispuestas a reconocer que han tenido relaciones sexuales prematrimoniales es, en general, muy inferior. La causa es la importancia que se concede a la virginidad femenina. La ley prohíbe el sexo prematrimonial a hombres y mujeres –al menos sobre el papel– en la mayoría de los países árabes, pero la ley tiene poca influencia sobre el comportamiento sexual de la gente en cualquier parte. Más bien es el patriarcado, con el apoyo del conservadurismo religioso, el responsable del doble rasero generalizado, de acuerdo con el cual se espera que las mujeres lleguen a la noche de bodas con el himen intacto, mientras que los hombres que dan el paso antes del matrimonio son tratados con suma indulgencia.

En la práctica, las distintas comunidades de la región rara vez consideran la virginidad femenina un asunto privado. Antes bien, constituye motivo de preocupación colectiva y afecta a la reputación de la familia (especialmente en el caso de los hombres). Las noticias cada vez más frecuentes sobre crímenes de honor –en Jordania y en los Territorios Palestinos, por ejemplo– forman parte del espectro de la violencia de género que reconoce toda la zona. Las encuestas nacionales realizadas en Marruecos y Túnez, por poner dos ejemplos, muestran que más de una tercera parte de las jóvenes han sido víctimas de esta clase de violencia en algún momento de su vida, normalmente a manos de miembros de su familia. Y es que las familias dedican una atención y un esfuerzo enormes a preservar esa preciosa parte de la anotomía femenina, ya sea a través de la circuncisión (con la idea de “enfriar” el impulso sexual de la mujer) o de las restricciones de la actividad física y la vida social de las chicas. Además, se practican pruebas de virginidad que incluyen tanto costumbres milenarias (como la dujla, en la que la sábana nupcial manchada de sangre da fe de la desfloración) como modernos exámenes médicos impuestos por las familias e incluso –en el caso del Egipto posterior a la Primavera Árabe–, por el Estado. La investigación muestra que la juventud conserva y, al mismo tiempo, subvierte esta convención recurriendo al sexo no vaginal, así como a la reparación del himen.

El tabú que rodea a la sexualidad juvenil es de tal calibre que no se rechaza solamente el fin, sino también lo que se considera los medios. Por ejemplo, existe una resistencia generalizada a la educación sexual en los colegios, a pesar de las numerosas pruebas de la ignorancia tanto de los niños como de los padres, y de la confusión agravada por el consumo habitual de pornografía a través de Internet. Igualmente polémicos son los servicios de atención a la salud sexual y reproductiva, incluidos la contracepción y el aborto, dirigidos a los jóvenes solteros.

La presión es aún mayor para los hombres y las mujeres jóvenes que traspasan la línea heteronormativa y mantienen relaciones sexuales con personas de su mismo sexo o tienen una identidad de género diferente. En la mayoría de los países de la zona, estas personas son víctima de las leyes que castigan sus actividades e incluso su aspecto, cuya aplicación (en el caso de las recientes medidas represivas contra hombres gais y mujeres transexuales en Egipto) tiene más que ver con la Realpolitik que con la moral. A esto hay que añadir la lucha diaria contra la estigmatización social, la desesperación de la familia, las tergiversaciones de los medios de comunicación y la condena religiosa. Así como la conversión religiosa es, literalmente, una cuestión de vida o muerte en el mundo árabe, la mayoría de las familias suele juzgar la conversión sexual –de homosexual a heterosexual– no solo aceptable, sino altamente recomendable. La consecuencia es que las terapias de reorientación sexual están en auge en muchos puntos de la región.

Los países árabes no son, ni mucho menos, los únicos del mundo que se enfrentan a conflictos de carácter sexual. Ahí está, por ejemplo, el movimiento #metoo. Sin embargo, tienen algunas características destacadas. El sexo se vincula a la vergüenza –sobre todo en el caso de las mujeres–, lo cual lo convierte en un poderoso instrumento de control social que los gobernantes utilizan con efectos devastadores, ya sea la violación en las guerras civiles de Siria y Libia, las pruebas forzosas de virginidad a las manifestantes por parte de las autoridades militares egipcias, o la sodomización de los prisioneros, uno de los procedimientos preferidos por los torturadores de todas las épocas. La diversidad no está bien vista en las dictaduras, así que quienes no se ajustan a las normas –ya sean sexuales, sociales o de otro orden– son mal tolerados por la mayoría de la población. Es difícil ejercer los derechos sexuales cuando los intereses de la familia se imponen a la elección individual, la apariencia es más importante que la realidad en todos los aspectos de la vida, la virginidad se define por una parte de la anatomía más que por un estado de castidad, y la prostitución se disfraza de matrimonio.

La sexualidad en la literatura clásica

Las cosas no siempre fueron así. A lo largo de gran parte de su historia, las culturas árabo-islámicas han sido famosas no por su reticencia e intolerancia sexuales, sino por todo lo contrario. El profeta Mahoma fue objeto de particular censura por parte de generaciones de adversarios cristianos, que veían una prueba de su impostura en sus disposiciones sobre el matrimonio y en el éxtasis conyugal, así como en el caudal constante de consejos a los nuevos musulmanes sobre toda clase de cuestiones, desde la necesidad de los preliminares hasta la tolerancia con el control de la natalidad o la recomendación de evitar el sexo anal.

El profeta fue el precursor de una larga e ilustre tradición literaria árabe sobre sexo que abarca prosa, poesía, tratados médicos y manuales de autoayuda. Los autores de muchas de estas grandes obras eran estudiosos creyentes que no veían ninguna incompatibilidad entre las necesidades carnales y las exigencias de la fe. Antes bien, era deber de estos sabios tener un conocimiento tan cabal de las prácticas y los problemas sexuales como de los entresijos del islam. Poco hay en Playboy, Cosmopolitan, El placer del sexo o cualquier otra transgresora producción de la revolución sexual y posterior a ella a lo que estos textos no hiciesen referencia hace un milenio.

Veamos, por ejemplo, la Enciclopedia del placer, escrita en los siglos X-XI en Bagdad. Sus 43 capítulos comprenden desde el sexo anal hasta la zoofilia, pasando por casi cualquier posición intermedia, ya sea animal, vegetal o mineral. El mensaje de la Enciclopedia es claro: el sexo es un don de Dios a la humanidad para que disfrutemos de él. Ars erotica es como Michel Foucault denominó a esta clase de obras, frente a la scientia sexualis de la Europa de los siglos XIX y posteriores. Aun así, la ciencia no falta ni en la Enciclopedia ni en sus sucesoras de carácter más clínico, en las que las anécdotas eróticas se entremezclan con la sexología más avanzada.

Estas grandes obras del erotismo árabe han pasado inadvertidas en gran parte de la región, y con ellas, la franqueza y la libertad a la hora de hablar no solo de los problemas del sexo, sino también de sus placeres, y no solo en relación con los hombres, sino también con las mujeres. Esta pérdida se refleja en el lenguaje. En el pasado había diccionarios árabes enteros dedicados al sexo que comprendían cualquier particularidad, postura o preferencia. Un léxico del siglo X, por ejemplo, enumera más de mil verbos para el acto de tener relaciones sexuales. Sin embargo, hoy en día, muchos hablantes del árabe se sienten más cómodos refiriéndose al sexo en inglés, francés o incluso hebreo que en su lengua materna. A falta de toda educación sexual formal, el único lenguaje que la mayoría de la gente tiene a su disposición es el callejero, lo cual constituye un obstáculo más para que las mujeres hablen abiertamente de sexo, ya que la vergüenza que les provoca el tema se une al que les produce el vocabulario.

No es casualidad que la edad de oro del erotismo árabe –entre los siglos IX y XIII– coincidiese con el cénit del poder político, económico y cultural de la dinastía abasí. En el pasado, la confianza y la creatividad de las civilizaciones árabes se reflejaba en su relativa naturalidad en materia de vida sexual. El declive se produjo a lo largo de los siglos y, como en muchas otras zonas del Sur global, ganó terreno con la colonización europea. Su ritmo se aceleró a partir de finales de los años setenta, y el auge del fundamentalismo islámico ha actuado como catalizador de la restricción generalizada de la manera de ver el sexo y de la difusión de los esfuerzos por controlar los roles de género y la sexualidad.

La sexualidad a debate público

“Simplemente di que no” es la repuesta de los conservadores de todo el mundo a cualquier desafío a las normas sexuales. En el mundo árabe, tales intentos se tachan de “conspiración” occidental para socavar los denominados valores “árabes” e “islámicos”. Sin embargo, la historia nos enseña que, incluso en época de nuestros padres y abuelos, ha habido momentos de mayor tolerancia, pragmatismo y disposición a considerar otros puntos de vista en cuestiones de vida sexual. Ya se trate del aborto, de los preservativos o del incendiario asunto de la homosexualidad, las cosas no son blancas o negras, como sostienen los conservadores. Sobre estas y otras cuestiones, la religión y la cultura ofrecen como mínimo 50 gamas de gris.

Con todas sus vicisitudes, la Primavera Árabe ha abierto un nuevo espacio para que los hombres y las mujeres exploren ese espectro. Hace una década, muy pocas mujeres hablaban abiertamente del acoso sexual que habían sufrido, y mucho menos de la violación. En cambio, hoy en día, el tema es objeto de debate público y de acción por parte de la sociedad civil. Es el caso de Egipto, por ejemplo, en cuyas calles cunde la violencia sexual. Incluso el maltrato doméstico, tanto tiempo oculto, ha empezado a salir a la luz gracias a los recientes estudios y está dando lugar a una amplia reforma de la ley. El año pasado, Líbano acabó con el resquicio legal del matrimonio con el violador que permitía que los agresores se librasen del castigo casándose con sus víctimas, y Jordania hizo más restrictivas sus leyes sobre los crímenes de honor. Túnez ha avanzado aún más en este frente y ha aprobado una serie de leyes sobre la violencia contra las mujeres que suponen un hito histórico al endurecer las penas por violencia sexual contra menores, ordenar el pago de indemnizaciones y el seguimiento y apoyo a los supervivientes, y reconocer explícitamente que los hombres y los niños, tanto como las mujeres y las niñas, pueden ser víctimas de violación. No obstante, que la ley exista sobre el papel no significa necesariamente que se aplique en la práctica, teniendo en cuenta la actitud generalizada que insta a las mujeres a sufrir en silencio y da la espalda con demasiada frecuencia a las que piden resarcimiento.

Las redes sociales desempeñan un papel cada vez más importante a la hora de sacar estas cuestiones a la luz y ofrecer oportunidades sin precedentes para la expresión sexual. Un buen ejemplo es Al Hubb Thaqafa (El amor es cultura), una plataforma pionera que permite hablar sin tapujos y en árabe de amor, sexo y relaciones. Sin embargo, que la franqueza en Internet se traduzca en un cambio en las relaciones cara a cara puede ser difícil, como pueden atestiguar miles de manifestantes de toda la zona. Con todo, en esta transición, las ONG árabes que prestan apoyo a la población LGBT están obteniendo unos resultados excelentes, y desde principios de la década actual el número de sus socios se ha duplicado (si bien se partía de una base muy pequeña). En Líbano, por ejemplo, sus esfuerzos contribuyeron a animar a casi 100 candidatos a las elecciones generales de mayo a hacer campaña a favor de la derogación del artículo 534 del Código Penal que condena la homosexualidad (más concretamente, “las relaciones sexuales contra natura”), aunque al final solo resultaron elegidos cuatro en un Parlamento dominado por el conservador Hezbolá.

Muchas otras iniciativas similares están arraigando incluso en los terrenos más arduos, en un intento, por ejemplo, de llevar la educación sexual a las escuelas, de mejorar la vida de las trabajadoras del sexo o de ayudar a las madres solteras a encontrar un lugar en la sociedad. Las iniciativas con más éxito son profundamente conscientes de que el cambio en el mundo árabe no llegará a través del enfrentamiento –con los pechos al aire al estilo de FEMEN–, sino de la negociación en paralelo al ámbito de religión y la cultura. Por tanto, se trata más de una evolución que de una revolución sexual.

Llevar la sexualidad al debate más amplio sobre los derechos individuales y las libertades personales que está empezando a tener lugar en la región es clave para que se produzca un cambio tanto en el terreno político como en el individual.

En nuestra vida sexual influyen fuerzas de mayores dimensiones relacionadas con la política y la economía, la ciencia y la religión, la cultura y la tradición, pero también a la inversa: ¿qué poder tienen las mujeres cuando acuden a las urnas si no controlan ni su su cuerpo?

¿Cómo van a gobernar los jóvenes sus sociedades si no están familiarizados con la información y los servicios necesarios para gobernar su propia vida sexual? Si los hombres y las mujeres no pueden comunicarse y tratarse con mutuo respeto en el dormitorio, ¿cómo van a trabajar como iguales en la sala de juntas? La sexualidad es el reflejo de las condiciones que condujeron a los recientes levantamientos en el mundo árabe, y en las futuras décadas constituirá una medida de los avances en las reformas ganadas a pulso. Ahora bien, hay trabajo para una generación, como mínimo. por redacción y iemed.org

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